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Lusbert
Perdiendo el miedo
Se dice que el ser humano es un ser racional pero seguimos conservando los instintos. Y es que nuestra mente, como la de otros vertebrados, tiene también su parte emocional que no está supeditada a la razón por muy desarrollada que esté. Entre esas emociones se encuentra el miedo, que es un instinto natural que nos previene de peligros que puedan ocasionarnos un daño físico o psicológico. De alguna forma, el miedo nos “reprime” para impedir que asumamos riesgos que pongan en peligro nuestra integridad. Pese a que el miedo sea un instinto que nos previene de peligros desconocidos (y no tantos), también puede ser una debilidad, ya que cuando una persona le entra el pánico, actúa instintivamente y resulta fácil de moldear y someter. Esto es lo que ha llevado a gran parte de la sociedad a someterse a las reglas del juego del sistema hegemónico: el neoliberalismo.
Miedos hay muchos, pero vamos a tratar este tema atendiendo a la influencia de éste en los individuos y cómo repercute en la sociedad. Es imposible que el miedo desaparezca y lo sentimos cuando se nos presenta situaciones de incertidumbre, cuando desconocemos de dónde vendrán los golpes o cuando sabemos que no hay escapatoria y se hace mayor cuando uno se siente aislado e incapaz de producir un cambio. Mediante la propagación del miedo se consigue someter a la población pero antes de socializarlo, se ha de romper los lazos de apoyo mutuo entre la gente porque el miedo nace también de la impotencia producida por el aislamiento.
La amenaza de un castigo cruel genera más temores que el castigo en sí, por lo tanto, si se induce a un individuo a pensar lo que le ocurriría si recibiera cierto castigo, éste tratará de evitar que le apliquen dicho castigo agarrándose a cualquier solución fácil que se le ofrezca, lo que da como resultado la aceptación a someterse a voluntades ajenas. Podemos citar como ejemplos prácticos el miedo al fracaso o el miedo a la marginación: las iniciativas se vienen abajo cuando existen temores de que no saldrán bien o que si uno se muestra crítico con el pensamiento mayoritario, será visto por los demás como un “extraño” y termine siendo ninguneado. Ese miedo al fracaso y a la marginación, inculcado ya en edades tempranas, impide el desarrollo pleno del individuo, que en caso de no existir esos miedos, no se verían impotentes y no serían sujetos pasivos. Pero el temor más extendido entre la población es el miedo al cambio, principalmente causado por el desconocimiento de alternativas posibles, los métodos para conseguir materializar el cambio y las estructuras organizativas que permitan avanzar hacia otro modelo socioeconómico más justo. Podríamos afirmar pues que el miedo coarta la libertad y quienes no controlan sus miedos terminan siendo controlados.
Sin embargo, si entre los individuos existen ciertos lazos de unión y esas personas poseen una mayor confianza en sí mismos, el miedo acaba siendo controlado, al contrario que en las sociedades donde predomina el individualismo narcisista, donde la desconfianza hacia sus semejantes ocasiona un temor mayor. La capacidad para afrontar ese miedo se hace mayor cuando más se estrechen los vínculos solidarios y exista una comunicación real y sincera entre los individuos, en donde predomine la ayuda mutua. Gracias a la práctica del apoyo mutuo, que inspira confianza y seguridad en los individuos, permite controlar el miedo que intentan propagar para someter a un pueblo, perdiendo así el miedo a luchar por una transformación radical de la sociedad.
Valentin Kahl
Pongamos que hablo de mí… y del miedo también
El siguiente texto fue escrito a los pocos días de darme cuenta la necesidad de pedir ayuda ante situaciones de ansiedad y depresión. Lo primero que gana terreno es el miedo. Sin embargo, este personaje intentan, por todos los medios, que esté de nuestras vidas. Debemos ser nosotras mismas quienes les plantemos cara y tener amor propio hacia lo que somos. ¡Qué el miedo no nos quite nuestras ilusiones!
Querido público, dejad que me presente: mi predecesor no ha hecho honor a mi llegada. Incluso, y si me permitís, mi visita ha sido inesperada, de ahí vuestras caras de desilusión; vuestros gestos amargados; explicaría también vuestras rabietas y vuestras ansias de desahogar el silencio en lágrimas. Pero, por favor, que no sea mi presencia la que os incomode para hacer tales gestos. No voy a poneros una soga al cuello, al menos no por ahora, por delante la verdad sea dicha.
Cierto es que la función marchaba a un ritmo trepidante, es seguro que os habéis perdido muchos detalles, que ahora os serán inciertos. Y es que la memoria es así, traviesa, juguetona, como el enamoramiento. Es… estúpido. Sí, me parece un adjetivo correcto. No nos desviemos, vayamos hacia donde os quiero llevar, ¿recordáis las palabras iniciales dichas al entrar al teatro? Dejad que lo imite, pero con voz más suave, algo melancólica: “La vida es una y hay que vivirla” O incluso aquella que se creía más ingeniosa “vive, bebe y folla que la vida es muy corta”, o algo así, como si de placeres carnales vivierais. Así de limitad quisieran inventar vuestras vidas. Y no me miréis con esos ojos parlanchines, que sin decir nada, gritan ayuda por vuestras pupilas. Lo siento, los de seguridad han quedado con las manos atadas, están tan embelesados como vuestras piernas a la silla, las cadenas no se sienten, hasta que los pies se mueven. No olvidéis que el tiempo está hecho de musarañas y es una quimera atraparlo, como encontrar un tesoro al final del arco iris: ambas cosas no existen.
Acomodaos, me vais a oír, pero no es justo que pase por el anonimato. Pero antes de ello, os aviso: mi susurro corre entre vuestros asientos desde hace unas horas, como el viento imperceptible que enmaraña el pelo, o el trabajo continuo que agota vuestro cerebro. Soy ese deseo de aplastar, de dañar, en el fondo, de despertar. Soy vuestro espejo, metafórico, y a veces literal. Os soy repulsivo porque soy lo que sois, y no eso que os enseñaron a mostrar. Soy lo silenciado, lo vapuleado. Podéis culpar a vuestros padres, a la sociedad, siempre será un excelente consuelo, pero al final los represores, los verdugos y arquitectos de mi cárcel habéis sido vosotros. Nosotros, yo tampoco puse demasiada resistencia.
En otras palabras, queridos amigos, yo soy yo. Yo soy vosotros. No soy el cuerpo atlético que quisisteis poseer, ni los ojos azulados que quisieron embrutecer a quienes os miraban. Y ahora que me veis, deseáis ser iconoclastas. No podéis, vuestras manos y piernas están atadas. No soy eso que se proyecta en la pantalla del ordenador, en una foto de perfil con esa sonrisa maquillada bajo una bolsa de papel. Pero yo no iba a estar siempre callado, ¿por qué? Si quiero ser yo. Queremos ser nosotras. ¡Tenemos derecho a ser nosotras! Pero sé que os aterra porque empezáis a temblar, deseáis la tortura antes de daros cuenta que sois nada y todo a la vez. Y es que en este teatro hay otro invitado, más desagradable, pero también muy agradecido: el miedo. El miedo lo tenéis ahí arriba, encima de mí, colgando. Conocíais perfectamente su existencia, estaba volando sobre todos los actos que esta noche habéis saboreado, pero ahora sois consciente de que tiene rostro. Dejad que lo describa rápidamente: Es una masa heterogénea de manchas negras y blancas. Parece la obra maldita de un artista abstracto. Y el miedo va bajando, acercándose al público cada vez que mi voz os resuena en vuestra consciencia. Soy yo dando golpes a mis barrotes. El miedo, digamos así, es mi carcelero.
Os aseguro que soy más bello que el miedo, pero la voz del miedo es más bella, su entonación se asemeja a las sirenas que intentaron cautivar a Ulises. Tiene una ventaja: está libre. Corre a sus anchas, saborea y malgasta vuestro amor. Saborea y malgasta vuestro odio. Todo lo hecho hasta ahora ha sido limitado por el miedo. Aquel viaje, aquella pareja, aquella soledad deseada y necesitada… habéis hecho todo lo contrario a vosotros, pero todo lo más deseado por el miedo. Vosotros sois el anillo; el miedo es Gollum. Sois su mayor tesoro. El miedo quiere que me odiéis. Pero mirad, lo poco reconocible de su cara es su desdentada carcajada, su alienta que aspira vuestras ilusiones, que se esfuman… pasan a estar conmigo, en mi celda. Y en mi celda ya no cabemos más.
Apreciad, bien atentos, mi danza, como los pies se mueven y mi boca tararea las palabras que aquella noche deseabais gritar. Vuestro sí o vuestro no ¿estuvo motivado por mí o fue el miedo? Pocas veces soy yo. ¡Pero mirad mi belleza! Pero aquí viene, con su látigo, su dedo acusador os limita y empequeñece. Suspirad tranquilos. Yo marcho, pero vosotros seguís atados a estas sillas, en esta función que no es eterna, pero la muerte no es libertad. La muerte es nada. Vuestras cadenas solamente se abrirán el día que el miedo se esfume como vuestra vida tras el viento. A la luz de estos candelabros, que ya se apagan y que la función mengua, podéis venir a abrazarme. ¡Cuidado! El miedo acecha, pero yo os espero.